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El Regalo



Mi vida comenzó en la oscuridad de las alcantarillas, recordatorio perenne de mi calidad como desecho humano. Entre parias y delincuentes crecí. Cada día era más oscuro, el suelo cada vez me abrazaba más fuerte, levantarme era una lucha constante.


Con mi apariencia raquítica asustaba a cualquiera que había sido bendecido con nacer en la luz de la calidez familiar. Su rechazo solo alimentó mi odio, me burlaba de sus tradiciones y sus ropas, los llamaba ignorantes por no saber las realidades de mi mundo, por ser tan débiles antes los horrores de mi existencia. Ahora reconozco cuanta envidia les tenía, el calor de las emociones, del contacto, del apoyo, el dulce sonido de las risas, el poder experimentar algo tan ajeno a mí, alegría.


No sabría que edad tendría cuando la conocí, mi cuerpo aún era frágil pero ya no era un niño. Su cabello era largo y castaño, manaba como cataratas a los lados de su rostro blanco que, como la luna en su apogeo, parecía emitir un brillo de ensueño. Su figura, siempre ceñida con un corsé, era delgada y nerviosa, como si el tiempo la hubiese estirado hasta sus límites, siempre tensa como las cuerdas de un piano. Sus manos eran delicadas, sus movimientos y ademanes eran tan fluidos que de haber nacido en mi círculo, sería una de las mejores carteristas. Pero de ella lo que más impactaban eran sus ojos, perlas negras que parecían portales directo al abismo más oscuro, nunca podía mirarla sin recordar el pozo que había sido mi niñez.


Una noche, su espectral figura caminaba por uno de los callejones en dónde yacía esperando nunca despertar, se detuvo a mi lado por un instante, segura, como una madre que espera que su hijo se levante. Se agachó y con su voz dulce me dijo:


---Hijo mío, no son estas calles ni esos harapos lo que tu cuerpo merece. El hambre te ha consumido, la enfermedad te ha reclamado. Que injusto ha sido el destino contigo, que injusto los designios del Gran Dios.


La miré al principio confundido mientras la escuchaba, pero con cada palabra que ella expulsaba yo era atraído hacia el reflejo oscuro de su mirada. Me vi en ellos, odioso y deformado por el hambre, avergonzado y débil. No aguanté y dejé la pena convertirse en cólera:


---Vete de aquí maldita vieja, nadie merece esto, pero tampoco nadie merece que lo regañen por haber nacido así, entiendo que los de tu clase no estén acostumbrados a ver a los de la mía, pero aquí tu caridad no es bienvenida.


Sonrió muy levemente, pero en sus ojos podía ver la lástima que me sentía, recordé que tan bajo era ante su imagen, cómo mi lugar nunca podría tocar siquiera la suela de sus zapatos ni la mugre del fondo de sus vestidos. Pero no se fue, se quedó unos instantes antes de decir:


---Mi hijo, no es caridad lo que traigo, sino justicia. Hay designios que requieren la intervención mortal para que se cumplan y el salvarte es uno de ellos. Tu eres especial, un regalo de los Dioses, lo puedo ver claramente, ven conmigo y te volverás lo que estás destinado a ser.


---¿Y qué es eso? ---respondí seco, tajante, harto de sentirme tan insignificante y cansado de ahogar la esperanza que sus palabras avivan en mí.


---Un regalo para el mundo.


Su tono era cálido, seguro. Conocía a las de su tipo, pero nunca pensé que el destino me haría encontrarme con una de ellas, mujeres demasiado viejas para tener un hijo, desesperadas por un heredero para no dejarle un céntimo a nadie más. Había visto solo a un puñado conseguir un futuro gracias a benefactores desesperados, pero ninguno era tan viejo como yo. Dudé, por un instante me vi atrapado en un trabajo infrahumano, o encarcelado en un barco zarpando a una tierra lejana, pero ¿Cuál era la alternativa? ¿Morir consumido por mi propia pobreza? Al menos tendría un propósito si terminaba como un instrumento o propiedad.


Ella extendió su mano, envuelta en un frágil guante de seda y yo la tomé. Por primera vez, la oscuridad retrocedió un paso.


Pasaron 18 años en los que me mantuve con ella. En ese tiempo con ella nunca me faltó nada, comida, trabajo, educación, contactos y poder. 18 años en los que pude por fin arrebatarme de la oscuridad y construirme un futuro blanco y cálido en el que vivir. Me di cuenta que era natural para la lectura y en poco tiempo me volví docto en diversos temas, pero en mi interior había un llamado, una semilla que pedía la atendieran, un deseo por conocer sobre cosas que sabía no debía.


Sin que supiera ella en mis tiempos libres y en viajes que me inventaba, perseguía conocimiento oscuro sobre artes muertas, delirios de profetas olvidados que hablaban del poder de la luz más blanca capaz de purificar toda oscuridad. Quería erradicarla por completo, de mi vida, del mundo, la oscuridad última al que todas las almas van cuando se agota la existencia, la boca monstruosa que nos consume a todos al final.


Pasé por ritos y sacrificios, pruebas e iniciaciones, decenas de sociedades, miles de pergaminos. De a poco fui descubriendo la verdad, como piezas de un rompecabezas fueron encajando y luego de esos 18 años lo completé.


Me fui al desierto en lo que sabría mi última expedición. Siguiendo los astros y los glifos marcados en el cielo y en las piedras, me encontré con una encrucijada de tierra que el tiempo había sido incapaz de borrar y me senté a esperar la noche. Sonidos de tambores a la distancia, con seguridad atravesé la encrucijada.


Seguí el sonido de los tambores por varios minutos, el paisaje parecía no cambiar ni un poco, plano, gris, muerto. En el fondo una tienda que se acerba y luego comenzó a alejarse a medida que seguía de largo, seguía el sonido de los tambores, el llamado que de verdad me interesaba. Sentí las horas pasar, el los golpeteos rítmicos aumentar, hasta que por fin llegué.


Un pequeño altar de piedra se dibujaba a la distancia, rocas grabadas con Sus símbolos que indicaban sus milagros. Corrí hacia su encuentro y le agradecí por haberme guiado hasta ahí. Me desnudé por completo, rapé mi poco cabello, quedando limpio para recibir Su regalo. Después de cantar una de las fórmulas que había aprendido, me coloqué sobre el altar y Lo invoqué, con tanta pasión, con tanta fe que sería imposible que no atendiera mi llamado.


En el cielo nocturno nubes se comenzaron a formar. Grandes cúmulos rojos, rayos le daban la imagen de ser de cristal. Giraban, danzaban y se acumulaban sobre mí, listo para recibirlo, Su regalo.


Pude sentir cada gota por mi cuerpo, corrían pesadas por mi piel dejando rastros carmesíes, bajaban por mis brazos siguiendo mis venas como ríos granates, por mis piernas como serpientes. Caían en la arena formando perlas rojizas que me rodeaban. Miré al cielo, abrí la boca y las probé. Sentí el sabor de las armas, de las tristezas del mundo, sentí el hambre de los pueblos vecinos, la pasión de los amantes. Sentí el sabor de sus alegrías más intensas, pero a medida que se disipaba pude ver entre la bruma del éxtasis, sus tumbas. Fosas comunes, mausoleos, ritos funerarios, la nota final de cada gota. Consumía todas las que podía. Pronto ya no quedó parte de mi cuerpo sin cubrir, bañado e inundado de Su milagro. Extendí los brazos y dejé Su poder fluir, electricidad pura me atravesaba, el placer elevaba mi ser.


A mis espaldas, los primeros brillos del alba comenzaban a aparecer. La luz fue inundando la tierra y antes que me diera cuenta pude sentir la calidez de sus rayos rozando mi cuerpo. Vi mi sombra proyectarse sobre el charco encarnado que me rodeaba que, con un brillo espectral me reflejaba como un espejo. Su visita había terminado pero Su regalo en mi permanecía. Como una cruz me mantuve, inmóvil, bañado en Su sangre, entonces por primera vez sentí el ardor.


Toda mi espalda ardía, Su regalo, como una lupa, concentraba el calor sobre mi carne que comenzaban a gritar de dolor. Traté de girarme, pero el líquido que me cubría se había cristalizado, dejándome petrificado. Intenté gritar, pero lo que antes saboreaba con tanto placer ahora era una mordaza, llenaba mi boca y apenas me dejaba respirar. Ampollas desde mis talones hasta mi nuca se formaban y explotaban bajo mi coraza. Lagrimas de dolor salían de mis ojos cerrados, incapaces de volver a experimentar el mundo.


Las horas fueron pasando, solo podía determinar el movimiento del Sol por cómo el dolor transitaba por mi cuerpo. Mocos escurrían de mi cara, lágrimas bañaban mi rostro, orine rancio reposaba en mis pies. El dolor me tenía al borde la locura. La sola idea de imaginarme el Sol en mi cara hacía que mi corazón se acelerara, tenía miedo. Cerca del mediodía supe que lo peor apenas comenzaba.


La parte posterior de mi cuerpo era una masa palpitante de dolor y líquido. El olor a carne chamuscada me había hecho vomitar, pero mi prisión escarlata me había obligado a mantener parte en mi boca y el resto escurría sobre mi pecho. Nauseabundo el aroma, patética mi postura. Un espantapájaros hecho de granate, lleno de dolor y arrepentimiento en vez de paja. El calor comenzaba a aumentar en la coronilla, como un niño, comencé a llorar. El ardor aumentaba, yo trataba con todas mis fuerzas de moverme, pero solo aumentaba el dolor.


Con cada minuto que pasaba más insoportable se hacía el dolor. Maldije con todas mis fuerzas todo lo que sabía, todo lo que me había puesto en ese camino. No aguantaba, podía sentir mi cabeza a punto de explotar, el dolor me hacía ver colores que no existían, gritaba con todas mis fuerzas, pero un quejido ahogado era lo único que llegaba al exterior.


Grité hasta que sentí mi garganta rasparse, hasta que ya no había aire qué botar. El calor que me cocinaba seguía moviéndose, minuto tras minuto, era de vuelta un niño tratando de ir a casa, atrapado, inmovilizado. Se acercaba la hora, el Sol comenzaba a bajar por mi cara.


Con un último aliento dejé mi vida irse por mi garganta, el dolor era demasiado para soportar, el dolor hizo hervir mis ojos que explotaron dentro de sus cuencas, mi lengua entumecida se secó en la vaina que la cubría. Imploraba la muerte, ¿Dónde estaba quién hace unas horas me había dado todo? ¿Por qué Su gracia era ahora una maldición?


Las horas seguían pasando, me convertía de a poco en un despojo de carne quemada, sangre y dolor. El Sol se puso en el horizonte y con un último resplandor bañó todo mi frente. Todo lo que quedaba de mi ardió una última vez. Ya no había lágrimas, ni gritos, ni resistencia ni movimiento. El dolor me había encarcelado en otro nivel que Su marca no podía, rodeaba mi mente y se había vuelto mi entera existencia.


Mientras el astro bajaba hacia el inframundo, de mí ya nada quedaba. Cenizas dentro de envase rojo, cenizas embebidas en la esencia del dolor mismo.


Cuando el brillo se extinguió por completo en el horizonte el silencio se manifestó en el desierto. No había brisas que llevaran la arena, ni animales que dejaran huellas esa noche. Entre ese silencio sonó el crujir de la cerámica, grietas comenzaron a formarse en los ojos de aquella estatua con expresión placentera, grietas que crecieron y rompieron. Un graznido terrible se escuchó. Con cada picotazo el ave rompía aquella jaula hasta que dónde antes había una cara ahora sólo existía un hueco. El ave escaló hasta la cabeza, extendió sus alas bajo el amparo de la noche y zarpó en vuelo.


Mientras en el fondo oscuro de aquella coraza, solo se escuchaba un siseo.

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