Un ensordecedor golpe me despertó.
Mi corazón estaba
acelerado, mi cuerpo bañado en sudor. ¿Qué hacía arrodillada frente a una puerta
de metal? Miré a mi extraño entorno, una sencilla habitación blanca, con un
catre de metal y una pequeña ventana por la que la luz del sol se filtraba,
pálida y fría. Sentí el frio subir por mis pies, estaba descalza. Mi ropa, unos
andrajos grises que apenas me cubrían, salpicados de manchas rojas, negras y
tinto. Examinando mi bata noté cómo mis manos se encontraban cubiertas de lo
mismo, guantes viscosos de algo que quería negar, pero el olor a hierro destrozaba
cualquier mentira que se me ocurría.
En mi estómago se despertó una bestia sin nombre, subió por
mi columna como un rayo frio y errático, se manifestó en mis ojos con lágrimas
y en mi garganta como un grito. Con el pánico que me llenaba comencé a golpear
frenéticamente la puerta, gritaba por ayuda. Minutos pasaron, la inmaculada
puerta fue quedando marcada con la sangre que cubría mis manos, saliva escurría
por mi mentón, mojaba mi bata y me daba una apariencia patética. Con el tiempo
mis golpes se fueron distanciando entre sí y mi voz comenzó a bajar, hasta que
solo quedaron sollozos saliendo de aquel despojo en el que me había convertido.
Cuánto tiempo estuve gritando, cuántas veces golpeé, nunca
sabré ya. Me reincorporé, aún sollozando, me levanté una plántula que sale de
la tierra y de manera taciturna me volví hacia la ventana. Demasiado alta para
poder ver bien a través de ella, solo me dejaba ver un cielo uniformemente gris
¿Dónde estaba?
Me acosté en el catre incapaz de encontrar comodidad ¿Hacia
cuanto que estaba ahí? ¿Qué era lo último que recordaba? ¿Quién era? No importa
qué tan atrás me proyectara en el tiempo, parecía que mi existencia comenzaba
en el instante en que mis ojos se abrieron frente aquella puerta. Mi energía ya
se había consumido, pero el terror seguía ardiendo dentro de mí impidiéndome
descansar. La blancura del techo me permitió proyectar sobre él mis
desordenados pensamientos dónde me hundí por un rato que no pude determinar.
La luz que entraba por la ventaba apuntaba directamente a la
cama, insípida, su brillo era un zumbido ahogado que no me dejaba concentrarme,
llenaba cada esquina de la habitación con ese enfermizo tono fantasmal, casi
antinatural, espeso como un vapor que me asfixiaba. Con cada segundo se hacía
más pesada. Trate de aliviarme poniéndome debajo de la ventana, pero podía
sentirla goteando en mi cabeza, vibrando su existencia. No podía respirar,
sentía que no había más aire, solo luz, llenando mis pulmones, penetrando cada
rincón de mi cuerpo, subiendo por mis piernas, hundiéndose en mis ojos. Ansiosa
me comencé a raspar el pecho y la garganta con la esperanza de exponer mis
pulmones al aire que no sentía, pero fallé, dejándome solo raspones y cortes
que ardían y sangraban levemente. Rendida, me acurruqué bajo la ventana y
comencé a llorar esperando morir.
Con el paso de los minutos, me calmé lo suficiente para notar
que seguía con vida – ¿Lo estaba? –
Huyendo de la luz me escondí debajo de la cama esperando que su sombra
me aliviara. Podía sentirla en los bordes, queriendo atravesar las sombras y
conquistar este espacio que ahora me pertenecía.
Pero el zumbido seguía, podía sentirlo emanando de la luz, aun
tapándome los oídos podía sentirlo invadiendo todo el espacio. Mi seguridad se
desmoronó y bajo sus ruinas mi calma. Lloraba, sola, perdida, sin ningún tipo
de conocimiento sobre nada. Cuando no pude llorar más, me quedé ahí,
absorbiendo en silencio el fantasma de la luz. Sin darme cuenta comencé a
discernir palabras en ese zumbido atormentante. Me di cuenta que era como un
mar de voces que hablaban a la vez, callándose solamente cuando trataba de
descifrar qué decían. Trataba de analizar cada voz, cada conversación, pero se
hacían tan distantes. Como un insecto me arrastré de nuevo hacia la luz,
siguiendo ese murmullo diabólico, tratando de entender qué quería. La luz
seguía golpeando directamente la cama, no se había movido un grado. ¿Se habría
detenido el Sol en el cielo? Me acosté de nuevo y escuché.
Entre los murmullos, pude comenzar a discernir palabras,
“Limpia”, “Encerrada”, “Libre”. ¿Quién era? ¿Qué quería decirme? ¿Podría
liberarme de este encierro? Entre el miedo surgió un rayo de esperanza, seguí
escuchando, “Sacrificio”, “Fuego”, “Limpia”. Tragué hondo, no supe si era mi
esperanza la que menguaba o el miedo el que crecía. Me senté en la cama y miré
directamente a la ventana y por primera vez que recuerde hablé – Qué quieres de
mí – La luz solo me bañaba en sus susurros.
Volví a escuchar, las mismas cinco palabras, era lo único
que lograba entender de ese mar de voces. Con eso no podía hacer nada, un
sinsentido. Qué estúpida me sentía por tener esperanzas en algo tan etéreo, que
vergüenza saber que me entregué a las voces de una luz que sólo existe para
atormentarme. Burlada y llena de pena maldije la blancura que llenaba cada
rincón de ese cuarto, a la ventana que permitía que se colara y a todo lo que
bañaba con su astral peso. Me detesté por estar cubierta de ella y cubrí mi
cuerpo con la delicada tela que estaba sobre el colchón para huir, pero su
fantasmagórico brillo la atravesaba sin ningún esfuerzo. Desesperada tiré la
tela hacia la ventana sin saber qué quería lograr ¿Romperla, taparla? Pero solo
quedó en el piso como un bulto sin forma.
Miré de nuevo a la ventana, la frustración me llenaba, la
luz me cubría. En cualquier instante no aguantaría y comenzaría a golpearme la
cabeza contra la pared. Quise volver a escuchar los murmullos y las mismas seis
palabras, no paraban de repetirse, los murmullos ahora eran un coro. Tenía
miedo. ¿En qué momento perdí la cabeza? ¿Es por eso que estoy aquí? La certeza
que estaba sola en esa habitación, que sería el último lugar que vería se
apoderó de mí y en la soledad encontré sosiego. Me resigné a la luz, al blanco
y al coro espectral que nacía del vacío.
Seguí escuchando sus murmullos, me encontré repitiendo las
palabras como un mantra y como un hechizo pude sentir sus efectos en el mundo.
Algo había cambiado, no afuera, sino adentro. Las palabras fueron engranajes
que calzaron entre sí y pusieron en marcha un mecanismo que ahora era tan claro
para mi como la luz que me bañaba. Era bondadosa, limpia y prístina. Era buena
y me quería libre, sacarme de aquel encierro, era de un fuego que no viene de
este mundo, que está más allá de lo que existe y que necesitaba un sacrificio.
Me quería, me entregué. Palabras nuevas nacieron de los
susurros, palabras de poder, para ser libre. Me paré frente a la puerta llena
del poder de la Luz, era una sacerdotisa de Su palabra y con vehemencia dije
las palabras que me fueron susurradas. Nada. Esperé. Nada todavía. Seguí
esperando. Lo único que sentí fue un calor en el vientre, vergüenza manifiesta,
rabia. Había sido víctima de mi propia idiotez de nuevo. El calor aumentó, la
rabia me consumía. Corrí hacia la puerta y comencé a atacarla, gritaba,
lloraba, maldecía, pedía clemencia, la golpeaba, la raspaba. Sudaba, me dolía.
Caí de nuevo justo en la misma posición en la inició todo. Me sujeté el
estómago, el calor corría por mi cuerpo, ardía desde el centro. Mi cabeza tocó
el piso, el sudor escurría por el piso. El dolor aumentaba, corría por todo mi
cuerpo. Sujetaba mi estómago fuerte, queriendo apaciguar el dolor con la
presión. Sentí el olor a quemado, no me podía mover. Escuché mi interior
crepitar. Escuché como mi abdomen crujía mientras cedía bajo la presión de mis
brazos y sentí cómo eran abrasados. El fuego me consumía, grité de dolor
mientras cada fibra de mi cuerpo ardía como la mecha de una vela. Pronto, me
consumía por completo, corría en círculos en esa pequeña habitación tratando de
apagarlo, rodaba por el piso, me cubría con la sábana tirada. Nada hacía efecto
y nada más ardía.
Una última vez me rendí, ahora al fuego y si tuviese
lágrimas qué llorar, las botaría justo mientras maldecía mi existencia. Cerré
los ojos mientras mi cuerpo colapsaba, consumido por las llamas, maldije a la
luz y a sus palabras, maldije a la esperanza y a las cuatro esquinas que hacían
mi mundo. El dolor era demasiado para soportar, era toda mi existencia, ya nada
podía hacer, mis ojos ya no existían, mi cabello se había evaporado, sólo carne
chamuscada y huesos negros. Restos de una existencia corta y patética.
Por primera vez la oscuridad se cernía sobre mí, mi
consciencia resbalaba hacia algún lugar lejano escapando de la agonía y al
final, solo por un instante, sentí el fin de la luz, de los susurros, de su
peso sobre mi existencia y agradecida fui libre mientras me perdía en la
inconsciencia.
Un ensordecedor golpe me despertó.
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