Mi vida comenzó en la oscuridad de las alcantarillas, recordatorio perenne de mi calidad como desecho humano. Entre parias y delincuentes crecí. Cada día era más oscuro, el suelo cada vez me abrazaba más fuerte, levantarme era una lucha constante. Con mi apariencia raquítica asustaba a cualquiera que había sido bendecido con nacer en la luz de la calidez familiar. Su rechazo solo alimentó mi odio, me burlaba de sus tradiciones y sus ropas, los llamaba ignorantes por no saber las realidades de mi mundo, por ser tan débiles antes los horrores de mi existencia. Ahora reconozco cuanta envidia les tenía, el calor de las emociones, del contacto, del apoyo, el dulce sonido de las risas, el poder experimentar algo tan ajeno a mí, alegría. No sabría que edad tendría cuando la conocí, mi cuerpo aún era frágil pero ya no era un niño. Su cabello era largo y castaño, manaba como cataratas a los lados de su rostro blanco que, como la luna en su apogeo, parecía emitir un brillo de ensueño. Su